sábado, 7 de noviembre de 2015

Un nuevo modo de decir a Dios: La misericordia y el Año Jubilar en la bula Misericordiae Vultus del Papa Francisco

Con ocasión del Año Santo de la misericordia, que comenzará el 8 de diciembre en todo el mundo, el Papa Francisco nos ofrece en su Bula programática una hermosa presentación sobre la naturaleza y la importancia de la misericordia en la vida del cristiano. Queremos ofrecer, con estas breves líneas, 8 puntos en torno al tema que están presentes en el documento papal, y que nos pueden servir como fuente de inspiración para vivir en profundidad el Año Jubilar.

La misericordia: revelación del ser divino

Repetidas veces en la Bula el Papa Francisco afirma que la misericordia es epifanía del mismísimo Misterio divino, es parte de la Revelación histórica y por etapas a su Pueblo: El Padre, «rico en misericordia» (Ef 2,4), después de haber revelado su nombre a Moisés como «Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira, y pródigo en amor y fidelidad» (Ex 34,6) no ha cesado de dar a conocer en varios modos y en tantos momentos de la historia su naturaleza divina (MV 1). Y no sólo en el Sinaí, sino que el mismo Jesús encarna en su vida, en sus palabras, gestos y actitudes la misericordia y la compasión de Dios (MV 8). El Papa resalta especialmente las parábolas dedicadas a la misericordia (MV 9) cuyo objetivo, sabemos, no sólo es proponer un tipo de conducta ideal para el cristiano, sino que buscan entreabrir el velo del misterio divino, la naturaleza del Reino de Dios: Él es un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y superado el rechazo compasión y la misericordia.

Esta verdad tiene al menos dos consecuencias con proyecciones pastorales. En primer lugar, muestra que la misericordia no es una mera “actitud” de Dios para con nosotros. Ni siquiera se trata de una postura asumida en determinadas situaciones de pecado, como si el corazón de Dios pudiera cambiar con la realidad misma. Ella nace de un “amor visceral” (rahamim), de lo más íntimo del ser divino (MV 6). Si Dios no fuera misericordioso dejaría de ser Dios y pasaría a ser una creatura (MV 21). Desde el punto de vista pastoral, esto nos obliga a aceptar que la misericordia no puede ser un simple programa o método de captación de las personas, ni mucho menos una postura impostada en un momento determinado – el Año jubilar – destinada a caducar apenas se presenten nuevas propuestas pastorales. La misericordia debe reflejar una espiritualidad, un modo de concebir la fe y a Dios mismo.

Esto nos lleva a un segundo punto. La “autenticidad divina” de la misericordia pone en juego el verdadero conocimiento de Dios. Sabemos que la misión de la Iglesia busca que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tim 2,4). Y no pocas veces solemos hablar de que la falta de fe del hombre actual hunde sus raíces en un conocimiento deformado o incompleto de Dios. El mismo Pablo llegó a afirmar que los contemporáneos de Jesús no habrían crucificado al Señor de la gloria si hubiesen conocido el misterio de la sabiduría divina (cf. 1Cor 2,8). ¿No podemos concluir que en el rostro misericordioso de la Iglesia se decide el encuentro entre el Dios verdadero y el hombre de nuestro tiempo? La falta de misericordia ¿no es una privación de Dios, un escondimiento de su rostro, una provocación a la idolatría que tantas veces criticamos en nuestros contemporáneos?

Finalmente, la originalidad del Dios cristiano puede ser admirada en su modo particular de proponer la difícil relación entre la justicia y la misericordia. Una relación, que no sólo es conflictiva para nuestra cultura – la justicia reclamada como prioridad absoluta frente al caos de violencia e inseguridad – sino para los mismos cristianos: no es un secreto, desde el punto de vista relacional, cuán difícil resulta la vivencia del perdón en tantos corazones heridos. Incluso pastoralmente, no pocas veces nos sorprendemos divididos respecto al modelo de Iglesia que deseamos: ceder ante las exigencias implicaría un relajamiento de las costumbres cristianas – afirman algunos – a lo que otros contestan que una Iglesia del mero cumplimiento aleja a las personas. El Papa Francisco recuerda, en este sentido, la complementariedad entre la justicia y la misericordia, pero intentando superar equívocos respecto a ambos términos y mostrando cómo en Dios encuentran su verdadero sentido y equilibrio: Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo de destruirla. Por esto Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el perdón. Esto no significa restarle valor a la justicia o hacerla superflua, al contrario. Quien se equivoca deberá expiar la pena. Solo que este no es el fin, sino el inicio de la conversión (MV 21).

La misericordia: revelación del ser del cristiano

La parábola del servidor despiadado – en la cual se detiene particularmente el Papa – establece una relación esencial entre la misericordia vertical (de Dios para con nosotros) y la horizontal (de los cristianos entre sí): Jesús afirma que la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus verdaderos hijos. Así entonces, estamos llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros, en primer lugar, se nos ha aplicado misericordia (MV 9). De aquí que la misericordia no sólo revele la esencia de Dios, sino también la esencia del cristiano.

Mutatis mutandi, la compasión cristiana no brota de un sentimiento de lástima – y por ende de superioridad – hacia quienes viven una vida diversa de la nuestra, hacia quienes han errado su camino o hacia quienes no comulgan con nuestras ideas. Ella nace de la propia experiencia de haber sido perdonados. No puede ser casualidad la relación entre el lema elegido por el Papa Francisco – miserando atque eligendo –, reflejo de una conciencia redimida, y su actitud constante de preferencia por los marginados (encarnada en los países que ha elegido visitar, en las personas que recibe en sus audiencias y en el tono de sus discursos).

Por eso, entendemos que el programa del “año de gracia” jubilar no es intimista sino misionero. Es una oportunidad para llegar a los que sufren de distintos modos (MV 16 y 19). Esta perspectiva kerigmática de la misericordia va en consonancia con el lema: Misericordiosos como el Padre (MV 14).

La misericordia como revolución cultural

El Cardenal Kasper constata el carácter revolucionario del anuncio de la misericordia en nuestro tiempo[1]. Frente al drama del dolor, de las grandes tragedias de nuestro siglo (las guerras mundiales, las torres gemelas, los genocidios) un Dios misericordioso es rechazado – en el mejor de los casos – como un Dios débil, impotente para intervenir a favor del hombre: el sufrimiento en el mundo es probablemente el argumento de mayor peso del ateísmo moderno[2].

Es un drama ante el cual no podemos ser ingenuos. Ya hemos dicho que, por motivos obvios, nuestra cultura exalta la necesidad de la justicia como condición fundamental de la convivencia humana. La indignación frente a fenómenos como la inseguridad, la injusticia, la violencia, no deja lugar a una actitud como es la de dar una nueva posibilidad a quien ha hecho el mal. A tal punto que, cuando algo así sucede, lo juzgamos como un acto de debilidad por parte de quien no sabe poner punto final, o incluso de complicidad entre personas que prefieren salvar su pellejo. Traducido al ámbito cristiano, esta crisis se refleja en una visión de la misericordia como justificación del pecado, como un «total Dios perdona», y por ende como un signo de su incapacidad frente a la libertad humana.

El Papa, citando a Tomás de Aquino, recuerda que la misericordia no es signo de debilidad sino de la grandeza divina (MV 6). Es una cualidad que exalta su cercanía y su preocupación por la vida y las vicisitudes de cada ser humano. El Dios (el cristiano) misericordioso no establece relaciones de compromiso con quien tiene delante, sino que “se hace cargo”, asume su vida como viene dada e intenta transformarla. Resulta significativo que el entonces Cardenal Bergoglio llamara la atención hace algunos años sobre este aspecto cuando describía el corazón misericordioso del pastor: Suele suceder que muchas veces nuestros fieles, en la confesión, se encuentran con sacerdotes laxistas o sacerdotes rigoristas. Ninguno de los dos logra ser testigo del amor de misericordia que nos enseñó y nos pide el Señor porque ninguno de los dos se hace cargo de la persona; ambos –elegantemente- se los sacan de encima. El rigorista lo remite a la frialdad de la ley, el laxista no lo toma en serio y procura adormecer la conciencia de pecado. Sólo el misericordioso se hace cargo de la persona, se le hace prójimo, cercano, y lo acompaña en el camino de la reconciliación.[3]

De aquí que el anuncio de la misericordia tenga una dimensión profética irrenunciable. Frente al desvanecimiento cultural de la experiencia del perdón (MV 10) la actitud misericordiosa de la Iglesia vuelve a ser un oasis en el desierto, pero al mismo tiempo se convierte en denuncia para el hombre altaneramente justiciero, para el hombre vengativo, para el hombre desentendido e individualista. La comunidad cristiana está llamada a mostrar que misericordia y justicia son dos caras de una misma realidad que brota de una genuina preocupación por la dignidad de las personas (MV 20).

La Puerta: acceso a corazón de Dios y de los hermanos

Algunos de los argumento hasta ahora desarrollados nos sugieren la fuerza simbólica de la Puerta Santa. No se trata simplemente de un gesto devocional o catequístico, sino que nos indica “el movimiento de la misericordia”. Se trata de una experiencia que debe ser transitada, atravesada, ante la cual no somos sujetos pasivos. La misericordia no es un regodeo intimista que inflama mi propia subjetividad, sino que es un movimiento de salida que incluso exige dejar un espacio para adentrarse en otro.

En primer lugar, la misericordia es acceso al misterio de Dios. Quien quiera conocerlo debe animarse a experimentar su amor visceral, debe atreverse a romper ciertos cerrojos, pre-conceptos y debe ponerse en camino. En la parábola del Padre Misericordioso (Lc 15), sólo la decisión del regreso permitió al hijo experimentar la misericordia del padre. Resulta enriquecedor que en nuestra diócesis la Puerta jubilar ofrezca el itinerario de conversión que recorrió el hijo de la parábola, ya que ella no es otra cosa que una invitación a viajar al corazón del Padre: Él nunca se cansa de destrabar la puerta de su corazón para repetir que nos ama y quiere compartir con nosotros su vida (MV 25).

En segundo lugar, la Puerta nos permite entrar en el misterio del hermano. La propuesta de una “única” Puerta en cada diócesis sugiere la idea de que la misericordia debe ser vivida ante todo como Pueblo cristiano. No se trata de una experiencia personal, sino de la conciencia comunitaria de que Dios está presente en medio de nosotros. La Puerta Santa nos introduce, en definitiva, en la Iglesia, signo de la comunidad viva de los creyentes, y sólo en este ámbito de comunión podemos experimentar su misericordia: atravesando la Puerta Santa nos dejaremos abrazar por la misericordia de Dios y nos comprometeremos a ser misericordiosos con los demás como el Padre lo es con nosotros (MV 14). La misericordia nos permite descubrir al hermano como sacramento de Cristo (MV 15).

La misericordia como lectura de la realidad

La misericordia de Dios no es una idea abstracta sino que se revela en acciones concretas (MV 6). La historia de la salvación está llena de ejemplos, como lo ilustra el Salmo 135 (MV 7). Esta alabanza agradecida revela una lectura de la realidad bajo el signo de la misericordia. La misericordia es hermenéutica, interpretación de los acontecimientos humanos y al mismo tiempo certeza de la Presencia de Dios. A partir de una lectura misericordiosa de la historia, la realidad rompe su hermetismo horizontal y se abre a la irrupción de la eternidad en lo cotidiano, y de modo especial en las dificultades.

Es interesante que el Papa resalte la necesidad de volver a escuchar la Palabra de Dios como presupuesto para asumir la misericordia como estilo de vida (MV 13). Una Palabra que, como sabemos, no se limita a las Sagradas Escrituras sino que se manifiesta en el libro de la creación. La escucha sugiere atención (no es lo mismo que oír), capacidad de escrutar, de interpretar lo que Dios y la realidad tienen para decirnos.

El Año Jubilar como “tiempo extraordinario de gracia” (MV 5) muestra, además, que la misericordia tiene una dimensión temporal, que su experiencia solo es posible a través del tiempo. Se ha dicho que “el tiempo es superior al espacio”. El mundo de las estrategias militares lo muestra con total crudeza[4]. Durante siglos las guerras han privilegiado el espacio por sobre el tiempo: vencía quien poseía el espacio más amplio. Las guerras modernas (Vietnam, el fenómeno del terrorismo o de la guerrilla, etc.) han demostrado, sin embargo, que se puede vencer de otro modo: actuando tácticamente, esperando el momento oportuno para atacar. En la Iglesia, por mucho tiempo hemos tenido una idea geográfica de la misión. Ésta debía ser hasta los confines del mundo (Hch 1,8). Hoy, la nueva vivencia del tiempo y del espacio nos obliga a pensar la fe con otras categorías.[5] La misma no implica prioritariamente, en la era global, alcanzar espacios que aún no han conocido a Cristo – los límites espaciales han sido relativizados –, sino ayudar al creyente a realizar un camino hacia una plenitud anhelada. La lógica del proceso triunfa en nuestra cultura por sobre la lógica de los resultados: Una impostación ligada más bien a la doctrina, al espacio por ocupar, prestará mayor atención a los resultados, mientras la lógica de la misericordia se concentra más en los procesos, en los itinerarios, en el tiempo[6].

La misericordia como nuevo lenguaje

El Año de la misericordia se enmarca en el 50° Aniversario de la conclusión del Concilio Vaticano II (MV 4). Se trata de un evento significativo en el que la Iglesia tomaba conciencia de la necesidad de hablar de Dios a los hombres de un modo nuevo. El Papa Francisco evoca este gran intento pastoral como una inspiración para nuestro tiempo: la Iglesia debe encontrar un nuevo lenguaje comprensible al hombre contemporáneo.

La misericordia, en este sentido, es la categoría por excelencia del magisterio papal. Se trata de una verdadera “categoría matriz”, es decir, desde la cual intenta dar forma a la totalidad de la experiencia cristiana: El magisterio del Papa Francisco ha retomado algunos temas centrales del Vaticano II, que sin embargo no tenían una categoría unifícante que les permitiera recorrerlos en su compleja articulación (…). El Papa Francisco ha logrado utilizar – y decir – una sola palabra para dar una forma a la compleja articulación de las cuestiones. La categoría de la “misericordia” puede ser la clave, el nuevo marco para repensar una forma cristiana radical[7].

De modo particular, el Pontífice asocia esta categoría unifícante al lenguaje terapéutico. Él mismo se encarga de citar a los dos Papas conciliares. Juan XXIII proponía usar la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad[8]. Pablo VI, por su parte, aludía a la parábola del Buen Samaritano como fuente de la espiritualidad del Concilio, al mismo que tiempo retomaba la imagen medicinal: El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores[9]. Francisco retoma este estilo en la Bula, aplicándolo a la misericordia: ella es el remedio que sana las heridas de los hombres (MV 15). No exageramos si afirmamos que para el Papa la enfermedad es el nuevo vocabulario de la moral. Recordemos cuando habló, por ejemplo, de los pecados de la Curia Romana sin entrar en categorías culpabilizantes sino utilizando un lenguaje sanitario: las enfermedades[10]. De aquí también la idea de la Iglesia como hospital de campaña, como ámbito que debe aliviar el dolor antes que tratar la enfermedad.

La misericordia como ejercicio

El Papa hace mención de tres prácticas relacionadas con la misericordia, propicias para ser practicadas durante el Año Jubilar. Se trata de la peregrinación (MV 14), las obras de misericordia (MV 15) y las indulgencias (MV 22). Cada una de ellas indica, podríamos decir, un camino u orientación de la misericordia…

En primer lugar, la peregrinación – que como bien sabemos y el mismo Papa recuerda, simboliza el camino de nuestra vida – muestra al cristiano que la misericordia es una meta por alcanzar y requiere compromiso y sacrificio (MV 14). En ella, la misericordia toma la forma de un viaje hacia Dios. Ya hacíamos alusión a esta idea cuando hablábamos de la Puerta Santa: sólo quien se pone en movimiento, sólo quien rompe la pasividad y el aislamiento – como el hijo menor de la parábola – es capaz de experimentar la misericordia. Todos los que hemos hecho alguna vez la experiencia de peregrinar sabemos del sacrificio y renuncias que comporta. Pues bien, el abrazo consolador del Padre debe ser buscado, anhelado, conseguido. Por eso, sólo experimentará la misericordia quien la desea.

Así como la peregrinación inserta la misericordia en un camino de elevación – subir la montaña santa, correr hacia los brazos del Padre que nos espera al final del camino – las obras de misericordia espirituales y corporales (MV 15) prolongan en sentido horizontal este rasgo fundamental del cristiano. Se suele remarcar, en consonancia con el evangelio, que sólo puede ser misericordioso quien ha experimentado en su propia vida la misericordia (aunque la parábola del servidor despiadado, en Mt 18, nos muestre que no se trata de una ley matemática). En este sentido, no es menor el hecho de que se califique “de misericordia” este conjunto de obras consagradas por la Iglesia: sólo puede vivirlas en su verdadero sentido quien ha hecho una experiencia personal de perdón. De otro modo podrían ser denominadas simplemente “obras de amor” o de “bondad”, o “actos de altruismo”. Sin embargo, su naturaleza misma las ubica como respuesta, como devolución a un acontecimiento previo. Podríamos afirmar, sin exagerar, que si no nos descubrimos sedientos, hambrientos, desnudos, forasteros o enfermos, que si no sentimos el deseo de buscar consejo, de aprender, de ser consolados, que si no aceptamos la corrección o valoramos la paciencia y la oración de quienes nos rodean, no estaremos en condiciones de practicar las obras de misericordia.

Por último, como en cada Año jubilar, el Papa recuerda la importancia de las indulgencias (MV 22). Las mismas son definidas por el Código de Derecho Canónico como «la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por medio de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los Santos» (c. 992). Las mismas presuponen una distinción que no siempre tenemos en cuenta: una cosa es la culpa (perdonada en el sacramento de la reconciliación), y otra la pena, es decir, las consecuencias o heridas que este pecado ha dejado en quien ha sido afectado por él (ya sea el mismo pecador u otra persona). Esta herida debe ser sanada – generalmente con la penitencia –, más allá del perdón. Las indulgencias hacen referencia a esta pena: libran a quien ha pecado de tener que reparar el daño causado con su pecado.

Por otro lado, la doctrina de las indulgencias hace referencia al Tesoro de la Iglesia: desde antiguo los cristianos han creído que el martirio de los santos y, sobre todo, la vida y Pasión de Cristo, redundan en beneficio de toda la Iglesia. Es decir, en este camino de reparación o sanación el pecador no está sólo, sino que cuenta con la ayuda de Cristo y de los santos.

En algunos momentos de la historia de la Iglesia se ha caído en una concepción jurídica de la gracia y del perdón: el pecado como delito que debe ser pagado a quien ha sido perjudicado (Dios y el prójimo). Muchos han criticado el hecho de que las indulgencias parecían un atajo, o una “compra” del perdón. Y debemos admitir que esto ha sido siempre un riesgo. Incluso en nuestros días, la mayor parte de los cristianos, o bien no entienden la lógica de las indulgencias, o bien no la comparten. El Papa Francisco las propone en su sentido verdadero, que podemos aprovechar para profundizar y comunicar a los fieles en este Año de la misericordia. En la base de la doctrina sobre las indulgencias se aprecia una fina percepción de cómo el hombre entra y sale de una situación de error: el pecado quiebra algo que no puede ser fácilmente restaurado, más allá de que exista el perdón. Este fenómeno es comprobable incluso en el ámbito puramente humano, sobre todo en los casos en los que se traiciona la confianza (infidelidad en las parejas o entre amigos). Hace falta tiempo y esfuerzo para reconstruir la relación. La posibilidad de acortar este camino está en manos sólo de quien ha sido ofendido.

El sacramento de la reconciliación como ámbito privilegiado de la misericordia

El Papa destaca, finalmente, el sacramento de la Reconciliación como ámbito privilegiado de misericordia (MV 17). Se resalta especialmente la actitud misericordiosa de los confesores, que va más allá de su respuesta concreta frente a la confesión del penitente, sino que se extiende a actitudes como la acogida, la comprensión, etc.

El sacramento, para ser ámbito de una verdadera experiencia de la misericordia, no puede limitarse a un diálogo apurado en el confesionario. En este sentido, creemos que la invitación del Papa es una oportunidad para rescatar la verdadera experiencia celebrativa de la Reconciliación, lo cual es posible sólo si se respetan cada una de sus partes:

La contrición: es la experiencia de la conversión, y no tanto el “dolor por las culpas”, como muchas veces lo comprendemos (esto último en definitiva, es “narcisismo” espiritual). Es el momento de la metanoia, del cambio de mentalidad, en el que tomamos conciencia de que nuestra vida ha ido por la dirección equivocada, en que hemos “malgastado los bienes que se nos han confiado” – como sucede al hijo pródigo – y sentimos el deseo de emprender el camino de regreso.

La confesión: la misma va mucho más allá de una mera “enumeración” de faltas. Consiste en la necesidad de “contar”, “narrar” la propia vida, compartirla con el Otro. Para los antiguos Padres, la verdadera confesión no se limitaba a “admitir” los pecados, sino que incluía la posibilidad de narrar las maravillas de Dios en la propia historia. Se trata de aquel he pecado contra el cielo y contra ti del hijo que vuelve a su casa, y a quien duele más haber traicionado el amor de su padre que haberse equivocado. Y es que la experiencia de conversión lleva a descubrir, junto a la propia fragilidad, la Presencia evidente y constante de Dios en nuestra vida. Por eso la conciencia de pecado, al menos la verdadera, va siempre de la mano de la conciencia de Dios.

https://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_letters/documents/papa-francesco_bolla_20150411_misericordiae-vultus.html
La penitencia: es la concretización del arrepentimiento. No se trata, como tantas veces se entiende, de un mero acto reparador frente a una ofensa infringida, sino de la terapia que busca sanar las heridas que el pecado ha dejado en nosotros. La penitencia debe colaborar en la “liberación” de un espíritu oprimido, debe hacer experimentar al pecador arrepentido que su corazón no es una piedra, sino que aún puede ser capaz de amar, que aún tiene algo para dar a los demás.

El perdón: al menos desde el punto de vista experiencial, va mucho más allá de la absolución del ministro. No se trata de la “sentencia favorable” de un Juez bueno sino de la palabra creadora del mismo Dios que es capaz de hacer revivir los huesos secos. Es el soplo que da vida al barro, el aceite del Buen Samaritano que cura nuestras heridas. El abrazo del padre que nos espera al final del camino. Es la certeza de que no estamos solos en este regreso. Es aquel “te perdono” de un amigo que nos libera del peso de una culpa y nos permite volver a sonreír y darle la mano mirándolo a los ojos.




[1] Cf. W. Kasper, La misericordia. Clave del evangelio y de la vida cristiana (1. La misericordia: un tema actual pero olvidado), Sal Terrae, Santander 2012, 11-28.
[2] Kasper, La misericordia…, 12.
[3] J. Bergoglio, El mensaje de Aparecida a los presbíteros. Mensaje en el V Encuentro Nacional de Sacerdotes, Villa Cura Brochero, 11 de septiembre de 2008, 15.
[4] Cf. Michel de Certeau, L’invenzione del quotidiano, Edizioni Lavoro, Roma 2010, 69-75.
[5] Cf. S. Morra, Dio non si stanca. La misericordia come categoria teologica, EDB, Bologna 2015, 113-120.
[6] Morra, Dio non si stanca..., 118.
[7] Morra, Dio non si stanca, 17-18.
[8] Juan XXIII, Discurso de apertura del Conc. Vat. II, Gaudet Mater Ecclesia, 11 de octubre de 1962, 2-3.
[9] Pablo VI, Alocución en la última sesión pública, 7 de diciembre de 1965.
[10] Francisco, Discurso en la Presentación de las Felicitaciones Navideñas a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2014.

sábado, 22 de agosto de 2015

La reconciliación, una relación sacramental

Presentación: la misericordia/reconciliación, un escándalo inaceptable

La misericordia es uno de los atributos fundamentales del Dios judeocristiano, a tal punto que define el modo propio que Él tiene para relacionarse con nosotros. El Salmo 135, cuando va relatando detalladamente la liberación de Israel del poder de Egipto intercala continuamente, como un estribillo, la aclamación porque es eterna su misericordia, como si se tratara del motivo y de la finalidad por la cual Dios actúa en medio de nosotros.

La misericordia es, por otro lado, un valor poco comprendido en una cultura como la nuestra, en la que se exalta la necesidad de la justicia como condición fundamental de la convivencia humana. La indignación frente a fenómenos como la inseguridad, la injusticia, la violencia, no deja lugar a una actitud como es la de “dar una nueva posibilidad a quien ha hecho el mal”. A tal punto que, cuando semejante cosa se produce, lo vemos como un acto de debilidad por parte de quien no sabe poner punto final al mal, o incluso de complicidad entre personas que prefieren salvar su pellejo. Al mismo tiempo, en el ámbito específicamente cristiano, la misericordia es vista por muchos como una justificación del pecado: ¿Quién de nosotros no ha escuchado alguna vez la frase: “claro, hacé lo que quieras total después te vas a confesar y listo”?

Quienes “frecuentamos” la misericordia de Dios corremos el riesgo de no percibir su carácter revolucionario y su fuerza transformadora, ya sea porque nos acostumbramos a ella o porque la edulcoramos de tal manera que somos incapaces de percibir las exigencias que la misma conlleva en nuestra vida.

La experiencia real de misericordia es transformadora y reveladora: lleva por sí misma al arrepentimiento, al reconocimiento de la propia fragilidad, al deseo de cambiar la propia vida y comenzar de nuevo. Nunca deja a la persona igual a como la encontró. Y como consecuencia produce siempre la reconciliación, reconstruye puentes, acerca distancias.

Es por eso que nos debemos, como cristianos, una reflexión sobre ella – tan oportunamente propuesta por el Papa Francisco como tema para profundizar durante el año que viene. Si comprendemos el alcance de la misericordia indirectamente revitalizaremos tantos esfuerzos que en nuestra Iglesia se encuentran envejecidos o son incomprendidos.


Introducción: el sacramento de la reconciliación, ámbito privilegiado de la misericordia

La reconciliación es un valor que va más allá del sacramento que lleva su nombre. Sin embargo, es en éste donde la misma encuentra un ámbito privilegiado para expresarse y ser experimentada. Yo quisiera proponerles un recorrido por las 4 partes principales del sacramento, no para dar una clase de teología, sino para confrontar nuestra vida con las diversas etapas que conforman la experiencia de la reconciliación con Dios.

Tomaremos como texto inspirador la Parábola del Padre Misericordioso (Lc 15, 11-32). El mismo refleja las mencionadas etapas, cada una de las cuales refleja un momento del camino, con sus características y consecuencias para la vida espiritual. Se trata concretamente de las siguientes partes:

Contrición: es la experiencia y el sentimiento de la conversión, y no tanto el “dolor por las culpas”, como muchas veces lo comprendemos (esto último en definitiva, es “narcisismo” espiritual). Es el momento de la metanoia, del cambio de mentalidad, en el que tomamos conciencia de que nuestra vida ha ido por la dirección equivocada, en que hemos “malgastado los bienes que se nos han confiado” – como sucede al hijo pródigo – y sentimos el deseo de emprender el camino de regreso.

Confesión: se trata de la exteriorización verbal de la conversión. De aquí que no se trate de una mera “enumeración” de faltas, sino de la necesidad de “contar”, “narrar” la propia vida, compartirla con el Otro. Para los antiguos Padres, la verdadera confesión no se limitaba a “admitir” los pecados, sino que incluía la posibilidad de narrar las maravillas de Dios en la propia vida. Pensemos en las Confesiones de San Agustín; o en el inicio del Salmo 88: cantaré eternamente las misericordias del Señor; o en el Salmo 135, que va alternando como una letanía constante, junto a la narración de la liberación del Éxodo, el versículo porque es eterna su misericordia. Se trata de aquel he pecado contra el cielo y contra ti del hijo que vuelve a su casa, y a quien duele más haber traicionado el amor de su padre que haberse equivocado. Y es que la experiencia de conversión lleva a descubrir, junto a la propia fragilidad, la Presencia evidente y constante de Dios en nuestra vida. Por eso la conciencia de pecado, al menos la verdadera, va siempre de la mano de la conciencia de Dios.

Penitencia: es la concreción del arrepentimiento. No se trata, como tantas veces se entiende, de un mero acto reparador frente a una ofensa infringida, sino de la terapia que busca sanar las heridas que el pecado ha dejado en nosotros. La penitencia debe colaborar en la “liberación” de un corazón oprimido, debe hacer experimentar al pecador arrepentido que su corazón no es una piedra, sino que aún puede ser capaz de amar, que aún tiene algo para dar a los demás.

Perdón: es el acto oficial y solemne de paz con Dios y con la Iglesia. No se trata de una “sentencia favorable” de un Juez bueno sino de la palabra creadora del mismo Dios que es capaz de hacer revivir los huesos secos. Es el soplo que da vida al barro, el aceite del Buen Samaritano que cura nuestras heridas. El abrazo del padre que nos espera al final del camino. Es la certeza de que no estamos solos en este camino de regreso. Es aquel “te perdono” de un amigo que nos libera del peso de una culpa y nos permite volver a sonreír y darle la mano mirándolo a los ojos.
Les propongo que realicemos juntos este camino. Intentemos profundizar cada una de estas etapas para comprenderlas un poco más.


La contrición: la lógica del arrepentimiento

La palabra contrición, en su significado bíblico, hace referencia al aplastamiento, en el sentido de romper y desmenuzar un objeto para destruir su altura, de modo que se vuelva bajo y débil. El corazón contrito es semejante a la piedra que ha sido pulverizada, y ha perdido las durezas que lo volvían impermeable a la acción del Espíritu Santo. La contrición, en este sentido, no destruye el valor humano de la persona, sino que quiebra aquellos aspectos del corazón que se han construido sobre una falsa grandeza: abajar el corazón significa volverlo a sus límites originales, al ser creatura.

La acusación de sí mismo es, podríamos decir, un primer sacrificio, por el cual el penitente renuncia a la auto-justificación y reconoce el punto de vista de Dios: Yo reconozco mi falta, tengo siempre presente mi pecado.

Sin embargo, el arrepentimiento no es un mero esfuerzo psicológico, o una simple toma de conciencia. En él tiene un papel fundamental el Espíritu Santo. Él es – según Jn – quien convence al mundo de su pecado (Jn 6,8). Es quien abre el alma a una visión espiritual, y no solo moral o psicológica de la propia culpa. La visión del mal aislada de la visión de Dios asusta. Si nos falta el conocimiento simultáneo del pecado y del perdón caemos en una visión reducida del hombre y de Dios: miramos al hombre solamente como un ser capaz de multiplicar sus aberraciones, y de este modo lo cubrimos con una apariencia de virtud (lo justificamos), y miramos a Dios en el límite incierto entre la justicia y la misericordia, el poder y la ternura. El Espíritu nos permite salir de la obsesión psicológica de la culpa y abrirnos a la mirada de Dios.

Respecto a los sentimientos que forman parte de la contrición, podemos hablar en primer lugar de la vergüenza por los pecados. Ella nace al darnos cuenta de que, rebelándonos contra Dios, nos hemos rebajado a nosotros mismos, nos hemos despojado de la identidad de hijos, cayendo en la condición lamentable del hijo pródigo que se confunde con los cerdos (Lc 15,16).

El otro sentimiento típico el dolor por los pecados. Pero debemos aclarar: existe un tipo de dolor que levanta al pecador y otro que lo arruina. El arrepentimiento verdadero se produce cuando el pecador se da cuenta que ha traicionado a Dios: contra ti solo pequé. El arrepentimiento dañino es un dolor autorreferencial, es la pena por haberse fallado a sí mismo. Mientras el arrepentimiento sano es objetivo y apunta a devolver el yo a la órbita de Dios, el otro – el dañino – es subjetivo, en cuanto pone al centro el yo psicológico, en torno al cual todo gira. Las consecuencias de un arrepentimiento enfermo son, tantas veces, diversas formas de auto-castigo, a través de las cuales el sujeto intenta experimentar la salvación. Cuando alguien así se acerca al sacramento lo hace solamente movido por la necesidad de encausar su sentimiento de culpa. El arrepentimiento sano, por el contrario, empuja al pecador a aceptar el abrazo paterno en el cual cada intento de auto-redención es sofocado por la única estrategia realmente redentora: el amor del Otro que perdona.

Finalmente, en esta anatomía de la contrición puede existir una tentación: desesperar del Amor de Dios. El mayor obstáculo al perdón no es la gravedad ni la cantidad de pecados, sino el hecho de huir lejos de la mirada divina, engañados por el miedo de que el camino de regreso sea demasiado árido. En este sentido, no es aconsejable la actitud – en apariencia virtuosa – de quien espera a madurar su arrepentimiento para pedir perdón a Dios. El arrepentimiento imperfecto – que la Tradición de la Iglesia ha llamado atrición – es preferible a la soberbia espiritual de quien se funda sobre sus propias razones para pedir perdón a Dios.


La confesión: narrar las maravillas de Dios en nosotros

Desde el punto de vista meramente humano, la necesidad de exhibir en público la esfera de la intimidad es un fenómeno que está de moda en el mundo occidental. Resulta interesante el fenómeno del “confesional televisivo”: «La sociedad narcisista y mediática ha hecho de la confesión, hasta hace poco sospechosa en nombre de la protección de la vida privada, una auténtica categoría del ser: “Yo confieso, luego existo”.» (R. Scholtus). Al mismo tiempo, esto expresa una necesidad confusa de compartir a toda costa con alguien lo que sucede en la esfera más íntima del “yo”, como un modo de hacer frente al terror de la soledad.

Frente a este fenómeno se ha comenzado a valorizar pastoralmente, desde hace ya algunas décadas, el perfil antropológico de la confesión. La misma ha sido reconocida como un valioso medio terapéutico, capaz de llenar los vacíos psicológicos y relacionales. Se ha comenzado a hablar del “sacramento del diálogo”, en el contexto de la conocida “pastoral de la escucha”.

Lamentablemente, tal propuesta ha caído en su propia trampa. Nos hemos dado cuenta que reducir el sacramento a un coloquio ha vaciado de sentido el acto mismo de confesar, al extremo de transformarlo en el acto de confrontarse con la generalidad de los problemas de la vida, con la única particularidad de que se elige como interlocutor un hombre de Iglesia, a quien se atribuye popularmente una cierta autoridad moral y sabiduría humana. Los confesores se han transformado, así, en “psicólogos gratuitos” (citando literalmente una frase que he escuchado).

El peligro se comprende si profundizamos el mismo término “confesión”, la cual es mucho más que una mera “catarsis”. Dicho acto es ante todo un modo de relacionarse con Dios, un modo de reconocerlo, de expresarlo. Veamos algunos elementos de la misma…

El arrepentimiento, una vez que ha madurado espiritualmente, pasa del corazón a los labios y rompe el aislamiento que el pecado había provocado en el sujeto – haciéndolo esconderse de la mirada divina, como Adán en el Paraíso. Mientras el pecado priva a la palabra del soplo divino y enmudece la boca, la confesión, por el contrario, la vuelve a abrir, haciendo decir lo que Dios espera del pecador, y que es indispensable para poder intervenir y perdonarlo: He pecado.

En la confesión, antes que nada, todo depende de la idea de Dios. Si se tiene la imagen de un Dios autoritario, de un juez identificado con la Ley o con un ideal de perfección, quien se confiesa no hará otra cosa que enumerar sus transgresiones y tratar de admitir sus defectos. De este modo existe el peligro de caer en confesiones introspectivas, centradas en el propio “yo”, en las cuales nunca asumimos el rol de penitentes sino que nos volvemos redentores de nosotros mismos, sustituyendo la fe como relación con el Dios viviente por un principio ético, donde el concepto abstracto de bien remplaza al rostro del Bueno.[1]

Resulta interesante constatar que el verbo confesar nace en el contexto cultual del Antiguo Testamento. Significaba proclamar, celebrar, reconocer y profesar la fe en el Dios de la Alianza. Es decir, se trata de la reacción del creyente frente a la conciencia de las maravillas que Dios ha cumplido en favor de su pueblo. La confesión de los pecados, en este sentido, no es un hecho independiente o aislado, sino que es uno de los momentos de la confesión de fe.

La misma dinámica vale para el cristiano. El creyente realiza su confesión en el clima relacional de la paternidad divina, y la realiza como un ejercicio de contemplación y de narración de su historia sagrada, una historia entrelazada por la doble cara de la abundante miseria humana y la sobreabundante misericordia divina. La confesión debe contener un momento “moral” (confesión del pecado), pero también un momento “teologal” (confesión de fe).

De este modo, en el desplazamiento hacia el “Tú” de la relación se puede apreciar la diferencia entre la confesión patológica de un “yo” autorreferencial y la confesión sacramental que llega a pronunciar la palabra de la alteridad: «contra Ti, contra Ti solo he pecado» (Sal 50,6).

Pero la confessio contiene aún un tercer aspecto: la gratitud. Sabemos que la esencia del pecado es la ingratitud (Rm 1,21). La culpa original había deformado la vocación del hombre a la grandeza, haciéndole creer que podía obtener por su cuenta lo que Dios quería ofrecerle como don (Gn 3,5). El hombre abusa del don, utilizándolo al margen del amor y negándose a ser agradecido. En esta ingratitud ama los dones sin amar al Donante. Confesar el pecado significa admitir que se ha abusado de los bienes vitales, no solo en su materialidad, sino en su valor epifánico, de símbolos que comunican el amor del Padre y dan al hombre la posibilidad de transformar este mundo en una transparencia anticipada del Reino. El reconocimiento del valor de don que estos bienes poseen se convierte espontáneamente en gratitud hacia el Creador y hace brotar del corazón una alabanza por su generosidad. Es lo que la Tradición ha llamado la confesión de alabanza.

En síntesis, la confesión de los pecados, la confesión de la fe y la confesión de alabanza son tres momentos de un único proceso en el que el creyente viaja del aislamiento autosuficiente al reconocimiento progresivo de la centralidad de Dios como fundamento de su propia vida. Confesar significa, de este modo, mucho más que descargarnos, o que enumerar nuestras faltas. Es animarnos a mirar a Dios cara a cara y declararle humildemente nuestra condición de creaturas amadas y necesitadas de Él.


La penitencia: la terapia de las obras

Para que la conversión no sea un simple propósito, hace falta que las acciones “hablen” la misma lengua que la confesión del pecado, que su reconocimiento pase de la palabra que lo declara a la acción que intenta remediarlo.

Actualmente, la parte más descuidada del IV sacramento son las obras penitenciales, que ya desde hace algunos siglos, cumplen la mera función de un apéndice devoto al rito, el cual incluso muchos confesores omiten por no considerarlo necesario o no querer entrar en conflicto con el penitente. Sin embargo, nada más equivocado que esta idea.

En los primeros tiempos, las obras penitenciales eran la etapa que más duraba, llegando incluso a 3 años en ciertos períodos de la historia. Y eran la condición para poder recibir el perdón sacramental.
Pero debemos tener cuidado de comprender la penitencia como un castigo o pena por los pecados cometidos. Durante mucho tiempo se ha comprendido de este modo (una “satisfacción” en el sentido pleno de la palabra) y es esta justamente una de las causas por las que hoy en día cuesta tanto trabajo comprender su sentido. Hay que decir que el pecador ya se castiga a sí mismo, en cuanto el pecado provoca una herida o trauma en quien lo comete. El objetivo de la penitencia es la sanación del cristiano, de modo que pueda recuperar su estado original de creatura hecha a imagen de Dios.

El perdón no borra las culpas solo porque la absolución – a la manera de un veredicto judicial – las declare superadas. Lo que el perdón elimina son las huellas,  las cicatrices que el pecado ha dejado y que se hacen sentir bajo forma de división interior o de resistencia a la acción del Espíritu Santo. Pero no basta que uno se declare arrepentido y decida cambiar de vida para que desaparezcan, como por arte de magia, los desordenes provocados por el pecado. La sanación de las heridas es una terapia larga, que lleva su tiempo, ya que el pecado no roza simplemente al sujeto en su superficie, sino que penetra todos los poros de su ser. En este sentido, el “factor tiempo”, la duración de la penitencia, es un elemento necesario que no debe ser subestimado: «el enfermo no sana sino luego de una larga disciplina terapéutica». (S. Agustín).

Las obras penitenciales ayudan a esta pedagogía de conversión. Funcionan como un fármaco que sana poco a poco la herida del pecado liberando al penitente de las inclinaciones al mismo. Pero ellas no pueden darse sin una cierta dosis de dolor psicológico y espiritual, algo que es difícil de aceptar en una cultura que persigue el mito del bienestar y anestesia toda forma de dolor, impidiendo aceptar el sufrimiento como momento pascual de la vida.

Es por eso que a un pecado concreto corresponde una penitencia concreta. La penitencia no debe ser ni demasiado pesada – que aleje al penitente del sacramento y le impida vivir la alegría del perdón – ni mínima o simbólica – dando a entender que el pecado no es algo serio. Los Padres solían decir que «Las cosas contrarias se sanan con las contrarias» (Juan Casiano). Así, por ejemplo, «las obras de humildad se usan contra la soberbia, las de limosna contra la avaricia, etc.».

En síntesis, debemos ser capaces de recuperar la etapa penitencial como parte esencial del sacramento. Y en este sentido, son importantes dos cosas:

La sabia elección de una penitencia adecuada (por parte del confesor, pero que puede resultar del diálogo con el penitente) que pueda colaborar a la sanación de la herida del pecado. Debemos superar las “penitencias estándar”, que nada dicen a la vida concreta de quien se acerca al sacramento.

La recuperación del “factor tiempo” como elemento indispensable. Una penitencia no puede durar 2 minutos. El tiempo habla de la continuidad: si queremos recuperar nuestra autenticidad y sanar nuestras heridas debemos admitir que nuestro pecado, cometido en el pasado, nos pertenece, aunque ello no significa que debamos permanecer anclados al mal que hemos cometido, y mucho menos luego de haber celebrado el sacramento.


El perdón: la resurrección del corazón

Ab-solvere significa disolver, desatar, liberar de. Se trata del acto del sacramento en el que el pecador se abre a una condición de libertad, de la cual se había visto privado.

Sin embargo, también este término comporta algunos peligros. El cristiano se ha acostumbrado a pensar en la absolución como un veredicto pronunciado por un tribunal. Como si el perdón de los pecados consistiera principalmente en la “declaración” de inocencia de una culpa de la que se es acusado. El pecado, en este caso, tendría efectos solamente exteriores al hombre: se trataría, en todo caso, de una ofensa a Dios, o de una transgresión de su Ley.

Por el contrario, el perdón, más que la cancelación de una pena es una participación renovada en la vida trinitaria: no es el efecto de una acción que el Espíritu realiza a la distancia, sino la comunicación personal del mismo Espíritu que penetra en el corazón del pecador y lo abre a recibir la compasión del Padre. El Espíritu Santo mismo es el perdón de los pecados. Pensemos en que el pecado no es otra cosa que una relación truncada, una ruptura, y que el Espíritu es comunión. Una vez que ha sido derramado en el corazón, se vuelve el vínculo de amor que reconcilia al hombre con las personas divinas. De este modo, reconciliándose con Dios, el hombre se une a Aquél en el cual todo se encuentra unido y encuentra el camino para su íntima unión con todo. El efecto final del sacramento es el de arrancar al hombre de la situación de aislamiento y de separación producida por el pecado, para unirlo, espiritual y físicamente, a toda la realidad eclesial, humana y cósmica.

El perdón es una verdadera resurrección espiritual en la vida del pecador: el evento anticipado – en el interior del corazón – de aquella resurrección que un día volverá inmortal y glorioso su cuerpo. El pecador es perdonado en un “cara a cara” con el Resucitado, quien desciende a los infiernos de su angustia, lo visita, y lo despierta a la vida bautismal.

Muchos cristianos, incluso luego de haber recibido la absolución, continúan reprochándose los pecados del pasado, haciendo que este permanente recuerdo los atormente. El mal ha dejado en ellos una huella tan profunda que se ha convertido en una constante memoria negativa. Aunque traten de arrancar ciertos hechos de su pasado, no logran hacerlo, y sienten que su futuro se verá fatalmente condicionado por los mismos. Semejante experiencia brota de una visión exclusivamente horizontal de la historia personal. Una verdadera experiencia del perdón permite sanar la memoria humana insertándola en la memoria de la redención. Dios no sella los instantes de la vida de sus hijos, como si cada acto tuviera un sentido definitivo en el momento en el que es realizado. Sería un error confundir el perdón con el olvido. Más que una amnesia del mal, el perdón es una anamnesis continua del pecado perdonado. Es una memoria pascual: recordamos el mal, pero al mismo tiempo somos conscientes de que alguien se ha hecho cargo de él.



[1] Recordemos que el Papa Benedicto decía al comienzo de su encíclica Deus caritas est, que la fe es ante todo el encuentro con una persona viva, y no un conjunto de normas éticas o de postulados racionales.

sábado, 20 de septiembre de 2014

La importancia de la unción de los enfermos

Lamentablemente, como solía decir un teólogo francés hace algunas décadas, se trata del "pariente pobre de los sacramentos". Por diversos motivos. Hasta hace algunos años se la llamaba la Extremaunción, porque solo se daba a las personas que estaban a punto de morir. En ese sentido, el sacramento provocaba una especie de terror en las personas, y nadie se animaba a pedirlo al sacerdote, porque significaba "reconocer que el enfermo ya no tenía cura".

Hoy en día, si bien esa concepción ha sido en parte superada, debemos reconocer que muchos siguen pensando de esa manera, y que incluso aquellos que ya no la ven para los moribundos, sino para los enfermos, aún así continúan considerándola un sacramento "para casos de urgencia" (antes de una operación importante, en que la propia vida puede estar en riesgo, una persona de edad muy avanzada, una enfermedad con cierto grado de gravedad, etc.). En pocas palabras, continuamos viendo el sacramento de los enfermos como el "sacramento de los enfermos graves".

Les comparto algunas ideas importantes respecto a este sacramento:

En los primeros tiempos de la Iglesia (primer milenio), la unción era considerada UN RITO QUE AYUDABA NO A MORIR, SINO A VIVIR. Los cristianos la celebraban con la esperanza de ser sanados de sus enfermedades. Posteriormente, por diversas circunstancias históricas, se ha comenzado a entender como sacramento de cara a la muerte.

- Existía, efectivamente, un sacramento específico para los moribundos, pero no era la unción, sino la "comunión", que en el lecho del enfermo adquiere un nombre especial: "EL SANTO VIÁTICO". Lamentablemente hoy hemos perdido esa práctica (un poco por falta de formación, otro poco porque los sacerdotes somos perezosos): son muy pocos los que piden el viático para alguien que está muriendo. Sería hermoso que pudiéramos recuperarlo como costumbre: la eucaristía es el regalo más adecuado que nos da Dios para no realizar solos el viaje de este mundo al Paraíso.

- La única condición para poder "celebrar" (uso esta palabra a propósito, en vez de "recibir" o "dar", o "administrar". Los sacramentos se celebran, no se dan o reciben) la unción es que UNA PERSONA ESTÉ SUFRIENDO POR ALGÚN MOTIVO, Y TAL SUFRIMIENTO PROVOQUE EN ELLA UNA CRISIS EXISTENCIAL O ESPIRITUAL IMPORTANTE. Entiéndase bien: no se trata de "peligro de muerte", ni de edad (de hecho hay personas de 80 años que no necesitan el sacramento, simplemente porque se encuentran bien, física y espiritualmente), ni de urgencia. Tampoco se trata exclusivamente de "enfermedades físicas". Hoy en día la medicina está demostrando que lo que entendemos por enfermedad se ha ampliado considerablemente (puede tratarse de enfermedades mentales o psicológicas, como la depresión, alzheimer, trastornos de ansiedad, etc.) Dicho con dos ejemplos opuestos: puedo encontrarme de cara a una operación importante y estar tranquilo espiritualmente. En este caso no necesito el sacramento, porque de hecho Dios me fortalece por otros medios (la eucaristía, la reconciliación, la oración, etc.). O bien, puedo sencillamente estar sufriendo un estado de depresión agudo que realmente dificulta mi vida de fe. En este caso el sacramento de la unción sería totalmente adecuado. En resumen: LA CONVENIENCIA DEL SACRAMENTO NO ESTÁ DETERMINADA POR UNA SITUACIÓN OBJETIVA (enfermedad, peligro de muerte, riesgo, etc.) SINO POR LA EXPERIENCIA QUE DICHA SITUACIÓN PRODUCE EN MI (crisis, miedo, angustia, falta de fe, etc.).

- Por otro lado, podríamos preguntarnos: ¿ES LÍCITO ESPERAR QUE EL SACRAMENTO NOS SANE? CLARO QUE SÍ. Por diversos motivos: el ser humano es espíritu y cuerpo. Todo lo que hace bien o mal a su cuerpo, hace bien o mal a su espíritu. Y la misma verdad sirve para el caso opuesto: todo lo que hace bien o mal al espíritu tiene repercusiones en su cuerpo. Sin embargo debemos TENER CUIDADO EN IDENTIFICAR TAN FÁCILMENTE SANACIÓN CON RECUPERACIÓN FÍSICA. La sanación es un concepto mucho más amplio: se trata de una reintegración total de la persona, que incluye la recuperación de sus energías espirituales, la posibilidad de ver con esperanza el horizonte de la propia vida, la posibilidad de sentir la presencia de Dios de un modo mucho más intenso y, muchas veces (aunque no todas) la recuperación física. La unción no es un rito mágico. Es un sacramento: es un instrumento para encontrarme con Dios y sentir su caricia. Esta caricia suele estar llena de sorpresas. Pero justamente por ser sorpresas, no siempre están condicionadas por lo que nosotros pretendemos.

- ¿CUANTAS VECES SE PUEDE RECIBIR LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS? La respuesta es sencilla: TODAS LAS QUE SEA NECESARIA. No se trata de poner un límite a la gracia de Dios. La frecuencia y la cantidad de veces dependen de las necesidades del enfermo. Precisamente, porque no se trata de un rito mágico a veces hace falta tiempo, paciencia. Las caricias sanan, pero a veces hace falta recibir varias caricias por un tiempo.

- Por último, la unción, como sacramento que debe ser celebrado, NO ES SOLO UNA CUESTIÓN ENTRE EL ENFERMO Y EL SACERDOTE. No es novedad que tantas veces, cuando el sacerdote llega al lecho del enfermo, todos se apresuran a irse "para dejarlos solos". Todo lo contrario: debemos quedarnos, acompañar con nuestra oración. Aunque no lo crean, se ayuda mucho al enfermo sentir la fuerza de la oración de tantas personas que se encuentran a su alrededor. Es la comunidad cristiana que está intercediendo por él. Es una oración que llega con seguridad al cielo. El sacramento, en este sentido, no se compone simplemente de las palabras del sacerdote y el gesto de ungir con oleo en el cuerpo del enfermo. La presencia y oración de la comunidad reunida es una parte esencial de la unción de los enfermos, y es una condición indispensable para que la misma sea eficaz: "cuando dos o más están reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos", dice Jesús.

Habría mucho más para decir, pero ya nos hemos alargado bastante. Espero que se animen a celebrar este sacramento olvidado que ha sido regalado por Dios para ser aprovechado. No le tengamos miedo. Ya no lo pensemos en relación a la muerte, ya no lo pensemos para "cierto tipo de personas desgraciadas", ya no lo pensemos como una cosa entre el sacerdote y en el enfermo. Pensemos en cambio en la historia del Buen Samaritano, aquella hermosa parábola que narraba Jesús para explicar la cercanía de Dios con todos los que sufren: Mors et Vita duello conflixere mirando, reza la secuencia del domingo de Pascua (el Victimae Paschali), resumiendo en modo magistral un combate tan antiguo y tan nuevo, tan cósmico y tan humano, tan de Dios y tan nuestro, como es aquél entre la Vida y la Muerte. La sabiduría de la fe nos asegura quién vencerá al final. Sin embargo, no nos exime de la batalla. El camino debe ser transitado, los clavos deben atravesar la carne, la piedra debe ser corrida. Los sacramentos son, en este combate, las armas y el coraje mismo, el escenario de la lucha y el camino a recorrer, los compañeros del viaje y el Anfitrión que nos espera al final. Cada uno toma cuerpo y forma diversa según el estado de la batalla, según el trazo del sendero, según la hora del día. Cada uno puede manifestarse como brisa alentadora de la Vida o escudo templado contra la Muerte. O por qué no ambas cosas al mismo tiempo. La unción de los enfermos es también, en este combate existencial, la Presencia del Buen Samaritano que sana con óleo nuestras heridas y nos carga sobre su montura cuando la dureza del combate nos inmoviliza, nos arroja al costado del camino y nos impide continuar. También él es brisa y escudo, la Vida que anima la vida y la Vida que enfrenta la muerte, y nunca una sin la otra.

martes, 1 de julio de 2014

Mi alma canta la grandeza del Señor: la oración en la vida del cristiano

Una de las frases que más hemos sentido pronunciar a nuestro papa Francisco ha sido recen por mí. El Santo Padre manifiesta este deseo a cada persona que se le acerca, no como cliché que repite en manera mecánica sino como expresión propia de quien es muy consciente de la fuerza de la oración.

Muchas veces los cristianos nos encontramos con personas que nos confían – con cierto dolor – que “no saben rezar”, que cuando se encuentran delante de Dios no saben qué decir, o que escuchando a su alrededor tantas propuestas de oración (rosario, novenas, oración con la Biblia) se sienten desorientados a la hora de encontrar el modo más conveniente para ellos. Por eso, me gustaría proponer algunas migajas del gran tesoro de sabiduría que la Iglesia ha reunido a lo largo de dos mil años respecto a la oración cristiana.

Ante todo, rehusamos hablar de métodos de oración, ya que no se trata de una técnica (a la manera del yoga, o de la concentración mental), sino de una actitud frente a Dios. Las técnicas físicas y mentales pueden ayudar, pueden disponer, pero jamás reemplazar la oración. No se trata de métodos sino de caminos para encontrarnos con Dios: lo que importa, en definitiva, es el encuentro. Resultan interesantes, en este sentido, las definiciones de oración de dos grandes santas carmelitas. Santa Teresa de Ávila decía que la oración es un trato de amistad con quien sabemos que nos ama (Dios). De manera similar, Santa Teresita del Niño Jesús la describía como un impulso del corazón. En ambos casos, no se trata de un manual de instrucciones, sino de una “toma de conciencia” de la presencia de Dios, de saber que Él está junto a nosotros: como aquel yo lo miro y Él me mira que respondía el humilde campesino cuando el cura de Ars le preguntaba curiosamente cómo rezaba cuando visitaba a Jesús en el Sagrario.

Avanzando un poco más, resulta interesante – frente al problema del qué decir cuando nos encontramos en actitud de plegaria – la propuesta que nos hace el Catecismo de la Iglesia Católica. El Catecismo recuerda que hay básicamente cuatro modos de rezar, cuatro actitudes orantes frente a Dios, que resumen los estilos de oración de todos los tiempos y lugares:

- La oración de petición (2629-2633): expresa nuestro ser creaturas, con los límites que ello comporta. No somos autosuficientes y nos descubrimos necesitados de Dios tanto en el aspecto material (que nunca nos falte el pan de cada día, o la salud, o los bienes para vivir dignamente) como espiritual (la paz, la unidad, el perdón, la justicia, etc.). Siempre tenemos un motivo para “pedir” algo a Dios.

- La oración de intercesión (2634-2636): se trata de la oración que nos asemeja más a Jesús, porque su misma vida fue una gran intercesión por los hombres ante Dios. En la intercesión se muestra el perfil desinteresado del orante: por un momento nos ponemos nosotros mismos a un costado y hacemos partícipe de la oración a alguien más. San Pedro en su primera carta dice que los cristianos son un pueblo sacerdotal (1Pe 2,9), es decir un pueblo de intercesores, porque han sido puestos en el mundo para mediar por el mundo, para ser ante Dios la voz de los que no tienen voz y ante los hombres la presencia de Dios y de su salvación. La intercesión, en este sentido, es una verdadera misión, un deber que todos los cristianos tenemos con Dios y con los demás.

- La oración de acción de gracias (2637-2638): solo un corazón atento y optimista es capaz de agradecer. Dar gracias significa tener la sabiduría de mirar el propio pasado descubriendo la huella de Dios en las personas y acontecimientos – tanto importantes como insignificantes – que han formado parte de él. No por casualidad la celebración cristiana por excelencia es llamada eucaristía (acción de gracias), ya que los cristianos siempre encuentran en Dios un motivo para hacerlo. Esta actitud, lejos de ser un optimismo ingenuo que no quiere ver las dificultades reales de la vida, es una actitud de fe que sabe ver más allá de la inmediatez de los eventos cotidianos.

- La oración de alabanza (2639-2643): «La alabanza es la forma de orar que reconoce de la manera más directa que Dios es Dios. Le canta por Él mismo, le da gloria no por lo que hace, sino por lo que Él es» (2639). Con estas bellas palabras resume el Catecismo el significado del último estilo oracional. La alabanza es la oración eterna de los ángeles en la presencia de Dios, según nos cuenta el Apocalipsis (4,8-11), es la oración de Jesús cuando estalla de alegría al regresar los discípulos de su misión (Mt 11,25), es el canto del pueblo de Israel cuando experimenta la liberación de Dios luego de cruzar el Mar Rojo (Ex 15). Es la cumbre de la oración: cuando el corazón orante ya no se ve movido por algún motivo (reconocimiento, petición, arrepentimiento) sino que simplemente desea expresar a Dios su grandeza y su bondad.

Ciertamente, los cuatro aspectos no suelen motivarnos de la misma manera cada vez que oramos: en ciertos días nuestro corazón sentirá el deseo de dar gracias por el paso de Dios en nuestra vida a través de una persona o de un hecho concreto. Otras veces sentiremos la necesidad de solicitar a Dios algo que nos está faltando. En no pocas oportunidades vendrá a nuestra mente y a nuestro corazón la imagen de una persona – cercana o lejana – por la cual sentiremos el deber de interceder. Y por último, nos sucederá a menudo, que gozaremos por el solo hecho de estar en la presencia de Dios, alabándolo, diciéndole “cosas hermosas”, como solemos hacer con las personas que amamos, sin que haya un motivo o interés concreto de por medio.

Los cuatro modos de oración se funden, de modo pleno, en la oración litúrgica, que es la oración de la Iglesia por excelencia. En ella los cristianos nos encontramos con Dios como familia, en ella damos gracias, intercedemos, pedimos perdón, alabamos. En ella no solo nuestro espíritu reza sino también nuestro cuerpo: cantamos, escuchamos, nos arrodillamos, nos paramos, movemos las manos, comemos, ungimos, iluminamos, vestimos. En ella recordamos las maravillas de Dios en el pasado para descubrirlo en el presente y fortalecer nuestra esperanza en su promesa futura.

Lo importante, en definitiva, es que estos cuatro aspectos se encuentren presentes en el conjunto de la vida de oración, que exista un equilibrio entre ellos. Si mi oración se basa exclusivamente en la petición, ésta se asimilará más a un intercambio comercial con Dios que a un encuentro desinteresado; si lo único que hago es pedir perdón, la oración irá creando en mí un espíritu de escrúpulos, y dejará de ser un momento de gozo para convertirse en un peso tortuoso; si solo doy gracias o alabo a Dios por sus dones terminaré convirtiendo la oración en un encuentro individualista y narcisista que excluye totalmente a los demás del horizonte de mi vida cristiana. Es solamente integrando mis necesidades individuales con las necesidades de los demás, la madurez y la humildad de saber pedir perdón con la alegría de saber dar gracias, la capacidad de escuchar con la capacidad de responder, que la oración puede volverse realmente fecunda en mi camino de fe.

jueves, 14 de marzo de 2013

Crónicas de un cura de pueblo en la ciudad eterna

Estos días pasados han sido particularmente intensos para los católicos del mundo entero. La renuncia de Benedicto XVI, un gesto de humildad para muchos, mal comprendida por otros, la espera del nuevo Papa, los nombres de los candidatos que corrían por los distintos medios, y la espera de una comunidad “reunida en la oración”.

El día de ayer, miércoles 13 de marzo, amaneció lluvioso en Roma, un clima bastante común en la ciudad eterna. Todo tenía aspecto de expectación. Por los pasillos de la universidad de San Anselmo los estudiantes caminábamos de un aula a la otra, cambiando de lecciones. Los comentarios se adivinaban y entreoían: ¿Vas hoy a la fumata? ¿Lo elegirán hoy? ¿Será Papa italiano? ¿O tal vez americano o africano? El espacio se llenaba con estas preguntas y suposiciones. La Iglesia esperaba a su pastor.

Por la tarde, a eso de las 17:30 (hora romana), esperábamos una posible fumata, pero nada. El silencio y la expectativa se prolongaban. A las 19 hs., finalizadas las lecciones, muchos deciden ir hacia Piazza San Pietro por las dudas. Otros nos quedamos en el colegio pero nos vinimos enseguida a ver la tele.

19:06. La fumata se hace realidad. Un tímido humo negro inicial da lugar al blanco de la alegría. La Iglesia tenía nuevo pastor!!! No me hice esperar: tomé “las cosas de emergencia”, que tenía sobre la cama en caso de que lo sucedido sucediera: un paraguas, la campera y la cámara de fotos. Por el pasillo muchos estudiantes iban y venían corriendo. La noticia se difundía. Todos salíamos corriendo hacia San Pedro. La gran mayoría de nosotros era la primera vez que vivíamos un acontecimiento de esta magnitud. Estábamos en Roma e íbamos a recibir a nuestro nuevo pastor. Ya de por sí, este hecho, era uno de los regalos más grande que Dios nos hacía.

Salimos a la calle luego de una escalera de 120 escalones. La lluvia bañaba Roma. Algunas campanas se oían a lo lejos pero mucha gente parecía no haberse enterado aún. Monté a la carrera en dirección al río Tiber, el cual atravesé y me interné en la zona del “trastevere”, barrio tradicional de la ciudad, camino obligado para llegar a San Pedro. Muchos compañeros quedaron atrás. Yo corría desesperadamente con un paraguas sin abrir en la mano y el corazón en la otra, con la lluvia del cielo que caía con olor a Espíritu Santo…

Normalmente, caminando se arriba en 35 minutos a la plaza. Yo creo que lo hice en 15. Desesperado intentaba llamar al Padre Diego, sacerdote nuevejuliense, para intentar localizarlo y juntarnos. Lo mismo con otros conocidos. Imposible: las líneas estaban colapsadas… Tenía que acercarme lo más posible a la Basílica en una plaza que ya estaba repleta. No sé como hice pero logré llegar hasta el obelisco que se encuentra justo en el centro de la plaza, lugar en el cual, según la tradición, el apóstol Pedro fue crucificado. Y ahí me planté. Intenté llamar varias veces, el teléfono funcionaba. Sólo pude establecer contactos con mi madre de Argentina, con la cual intercambiamos algunas impresiones y enseguida a cortar y esperar el Papa.

El corazón me latía de manera especial. La gente estaba nerviosa. A mi alrededor un buen grupo de italianos que murmuraba: ha sido un cónclave rápido, seguro se han puesto de acuerdo para elegir un italiano. Mientras tanto en Roma llovía…

Unos minutos pasadas las 8 de la tarde el gran acontecimiento, el cual sin saber aún iba a marcar mi vida como la de tantos argentinos y católicos. El cardenal que sale al balcón con el anuncio del Habemus Papam. Enseguida me apresuro a tomar la camarita de fotos para grabar algo y me doy cuenta que la batería estaba casi descargada, por lo que pude filmar solo un momento.

Y de repente el nombre: Eminentisimo y Reverendísimo Giorgio Mario… No lo dudé, sólo conocía un Jorge Mario. No pasó una milésima de segundo y comencé a gritar desaforadamente: ¡Es argentino! ¡Es Bergoglio! ¡Yo lo conozco! ¡Viva Argentina! Realmente no sabía lo que decía, eran gritos de alegría sin una lógica demasiado racional. Todos los que me rodeaban se dieron vuelta por la magnitud de mis gritos y porque “nadie sabía de quién se trataba”. Es argentino!!! Viva el Papa!!! cotinuaba yo. Por supuesto el aplauso de la gente y la cálida bienvenida.

Yo no lo podía creer… comenzaron a llover mensajes de argentina, de compañeros. Yo no veía a nadie. La gente se miraba entre sí. A lo lejos una bandera argentina se agitaba triunfante sobre la masa internacional de gente que llenaba la plaza. Juro que en ese instante sentí un orgullo nacional que jamás había sentido en mi vida: sentía los ojos del mundo sobre nosotros. Resonaban con fuerza en mis oídos aquellas gloriosas palabras de nuestro himno nacional: ¡Y los libres del mundo responden al gran pueblo argentino salud!La Iglesia tenía Papa, y era argentino, era “nuestro” Papa, y lo ofrecíamos orgullosos al mundo.

Me imaginé por un instante a todos mis compatriotas “en la otra parte del mundo”, tan lejanos y tan cercanos en aquel momento. Me imaginé a los argentinos, tan sufridos en estos tiempos, tan ultrajados, tan cansados, tan desanimados, por un momento levantar la cabeza y recuperar su dignidad, decir con orgullo aquí estamos, sí, es uno de los nuestros… Hoy el mundo nos miraba y nos sonreía. Hoy muchos estarían obligados al menos a buscar en el mapa y ver dónde se encuentra Argentina…

Y después de un rato la salida al balcón, lo que todos vimos: esa figura humilde, pequeña, la simplicidad de su saludo, su inclinación para recibir la bendición del pueblo. Ahí estaba: Francisco I, el nuevo Pastor de la Iglesia universal. Por primera vez un latinoamericano, después de cientos de años un no-europeo. El que todos conocíamos porque viajaba en subte, porque era cercano a la gente.

Todo lo que siguió es lo sabido. Salí de la plaza con el pecho hinchado. Ya no llovía. Roma se había vestido de fiesta y las nubes se habían disipado, casi como profetizando un nuevo tiempo para nuestra Iglesia. Llamadas, saludos, auguri (como dicen los italianos).

Ya en el colegio, antes de llegar a mi habitación, miré una vez más por un gran ventanal la cúpula de San Pedro que se elevaba majestuosa y sonreí… Y dije para mis adentros: hoy me siento en casa…