Con ocasión del Año Santo de la misericordia, que comenzará el 8 de diciembre en todo el mundo, el Papa Francisco nos ofrece en su Bula programática una hermosa presentación sobre la naturaleza y la importancia de la misericordia en la vida del cristiano. Queremos ofrecer, con estas breves líneas, 8 puntos en torno al tema que están presentes en el documento papal, y que nos pueden servir como fuente de inspiración para vivir en profundidad el Año Jubilar.
La misericordia: revelación del ser divino
Repetidas veces en la Bula el Papa Francisco afirma que la misericordia es epifanía del mismísimo
Misterio divino, es parte de la Revelación histórica y por etapas a su
Pueblo: El Padre, «rico en misericordia»
(Ef 2,4), después de haber revelado su nombre a Moisés como «Dios
compasivo y misericordioso, lento a la ira, y pródigo en amor y fidelidad» (Ex 34,6)
no ha cesado de dar a conocer en varios modos y en tantos momentos de la
historia su naturaleza divina (MV 1). Y no sólo en el Sinaí, sino que el
mismo Jesús encarna en su vida, en sus palabras, gestos y actitudes la
misericordia y la compasión de Dios (MV 8). El Papa resalta especialmente las
parábolas dedicadas a la misericordia (MV 9) cuyo objetivo, sabemos, no sólo es
proponer un tipo de conducta ideal para el cristiano, sino que buscan
entreabrir el velo del misterio divino, la naturaleza del Reino de Dios: Él es un Padre que jamás se da por vencido hasta
tanto no haya disuelto el pecado y superado el rechazo compasión y la
misericordia.
Esta verdad tiene al menos dos consecuencias con
proyecciones pastorales. En primer lugar, muestra que la misericordia no es una mera “actitud” de Dios para
con nosotros. Ni siquiera se trata de una postura asumida en determinadas
situaciones de pecado, como si el corazón de Dios pudiera cambiar con la
realidad misma. Ella nace de un “amor visceral” (rahamim), de lo más íntimo del ser divino (MV 6). Si Dios no fuera
misericordioso dejaría de ser Dios y pasaría a ser una creatura (MV 21). Desde
el punto de vista pastoral, esto nos obliga a aceptar que la misericordia no
puede ser un simple programa o método de captación de las personas, ni mucho
menos una postura impostada en un momento determinado – el Año jubilar –
destinada a caducar apenas se presenten nuevas propuestas pastorales. La
misericordia debe reflejar una espiritualidad, un modo de concebir la fe y a
Dios mismo.
Esto nos lleva a un segundo punto. La “autenticidad divina”
de la misericordia pone en juego el verdadero
conocimiento de Dios. Sabemos que la misión de la Iglesia busca que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad (1Tim 2,4). Y no pocas veces solemos hablar de
que la falta de fe del hombre actual hunde sus raíces en un conocimiento deformado
o incompleto de Dios. El mismo Pablo llegó a afirmar que los contemporáneos de
Jesús no habrían crucificado al Señor de
la gloria si hubiesen conocido el misterio de la sabiduría divina (cf. 1Cor
2,8). ¿No podemos concluir que en el rostro misericordioso de la Iglesia se
decide el encuentro entre el Dios verdadero y el hombre de nuestro tiempo? La
falta de misericordia ¿no es una privación de Dios, un escondimiento de su
rostro, una provocación a la idolatría que tantas veces criticamos en nuestros
contemporáneos?
Finalmente, la originalidad del Dios cristiano puede ser
admirada en su modo particular de proponer la difícil relación entre la justicia y la misericordia. Una relación, que no
sólo es conflictiva para nuestra cultura – la justicia reclamada como prioridad
absoluta frente al caos de violencia e inseguridad – sino para los mismos
cristianos: no es un secreto, desde el punto de vista relacional, cuán difícil
resulta la vivencia del perdón en tantos corazones heridos. Incluso
pastoralmente, no pocas veces nos sorprendemos divididos respecto al modelo de
Iglesia que deseamos: ceder ante las exigencias implicaría un relajamiento de
las costumbres cristianas – afirman algunos – a lo que otros contestan que una
Iglesia del mero cumplimiento aleja a las personas. El Papa Francisco recuerda,
en este sentido, la complementariedad entre la justicia y la misericordia, pero
intentando superar equívocos respecto a ambos términos y mostrando cómo en Dios
encuentran su verdadero sentido y equilibrio: Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios, sería como
todos los hombres que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no
basta, y la experiencia enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo
de destruirla. Por esto Dios va más allá de la justicia con la misericordia y
el perdón. Esto no significa restarle valor a la justicia o hacerla superflua,
al contrario. Quien se equivoca deberá expiar la pena. Solo que este no es el
fin, sino el inicio de la conversión (MV 21).
La misericordia: revelación del ser del cristiano
La parábola del servidor despiadado – en la cual se detiene
particularmente el Papa – establece una relación esencial entre la misericordia
vertical (de Dios para con nosotros) y la horizontal (de los cristianos entre
sí): Jesús afirma que la misericordia no
es solo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el criterio para
saber quiénes son realmente sus verdaderos hijos. Así entonces, estamos
llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros, en primer lugar, se nos ha
aplicado misericordia (MV 9). De aquí que la misericordia no sólo revele la esencia de Dios, sino también la esencia
del cristiano.
Mutatis mutandi, la compasión cristiana no brota de un
sentimiento de lástima – y por ende de superioridad – hacia quienes viven una
vida diversa de la nuestra, hacia quienes han errado su camino o hacia quienes
no comulgan con nuestras ideas. Ella nace
de la propia experiencia de haber sido perdonados. No puede ser casualidad
la relación entre el lema elegido por el Papa Francisco – miserando atque eligendo –, reflejo de una conciencia redimida, y
su actitud constante de preferencia por los marginados (encarnada en los países
que ha elegido visitar, en las personas que recibe en sus audiencias y en el
tono de sus discursos).
Por eso, entendemos que el
programa del “año de gracia” jubilar no es intimista sino misionero. Es una
oportunidad para llegar a los que sufren de distintos modos (MV 16 y 19). Esta
perspectiva kerigmática de la misericordia va en consonancia con el lema: Misericordiosos como el Padre (MV 14).
La misericordia como revolución cultural
El Cardenal Kasper constata el carácter revolucionario del anuncio de la misericordia en nuestro
tiempo[1].
Frente al drama del dolor, de las grandes tragedias de nuestro siglo (las guerras
mundiales, las torres gemelas, los genocidios) un Dios misericordioso es
rechazado – en el mejor de los casos – como un Dios débil, impotente para
intervenir a favor del hombre: el sufrimiento
en el mundo es probablemente el argumento de mayor peso del ateísmo moderno[2].
Es un drama ante el cual no podemos ser ingenuos. Ya hemos
dicho que, por motivos obvios, nuestra
cultura exalta la necesidad de la justicia como condición fundamental de la
convivencia humana. La indignación frente a fenómenos como la inseguridad, la
injusticia, la violencia, no deja lugar a una actitud como es la de dar una
nueva posibilidad a quien ha hecho el mal. A tal punto que, cuando algo así
sucede, lo juzgamos como un acto de debilidad por parte de quien no
sabe poner punto final, o incluso de complicidad entre personas que
prefieren salvar su pellejo. Traducido al ámbito cristiano, esta crisis se
refleja en una visión de la misericordia como justificación del pecado, como un «total Dios perdona», y por
ende como un signo de su incapacidad frente a la libertad humana.
El Papa, citando a Tomás de Aquino, recuerda que la misericordia no es signo de debilidad
sino de la grandeza divina (MV 6). Es una cualidad que exalta su cercanía y
su preocupación por la vida y las vicisitudes de cada ser humano. El Dios (el
cristiano) misericordioso no establece relaciones de compromiso con quien tiene
delante, sino que “se hace cargo”, asume su vida como viene dada e intenta
transformarla. Resulta significativo que el entonces Cardenal Bergoglio llamara
la atención hace algunos años sobre este aspecto cuando describía el corazón
misericordioso del pastor: Suele suceder
que muchas veces nuestros fieles, en la confesión, se encuentran con sacerdotes
laxistas o sacerdotes rigoristas. Ninguno de los dos logra ser testigo del amor
de misericordia que nos enseñó y nos pide el Señor porque ninguno de los dos se
hace cargo de la persona; ambos –elegantemente- se los sacan de encima. El rigorista
lo remite a la frialdad de la ley, el laxista no lo toma en serio y procura
adormecer la conciencia de pecado. Sólo el misericordioso se hace cargo de la
persona, se le hace prójimo, cercano, y lo acompaña en el camino de la
reconciliación.[3]
De aquí que el anuncio de la misericordia tenga una dimensión profética irrenunciable.
Frente al desvanecimiento cultural de la experiencia del perdón (MV 10) la
actitud misericordiosa de la Iglesia vuelve a ser un oasis en el desierto, pero
al mismo tiempo se convierte en denuncia para el hombre altaneramente
justiciero, para el hombre vengativo, para el hombre desentendido e
individualista. La comunidad cristiana está llamada a mostrar que misericordia
y justicia son dos caras de una misma realidad que brota de una genuina preocupación
por la dignidad de las personas (MV 20).
La Puerta: acceso a corazón de Dios y de los hermanos
Algunos de los argumento hasta ahora desarrollados nos
sugieren la fuerza simbólica de la
Puerta Santa. No se trata simplemente de un gesto devocional o
catequístico, sino que nos indica “el movimiento de la misericordia”. Se trata
de una experiencia que debe ser
transitada, atravesada, ante la cual no somos sujetos pasivos. La
misericordia no es un regodeo intimista que inflama mi propia subjetividad,
sino que es un movimiento de salida que incluso exige dejar un espacio para
adentrarse en otro.
En primer lugar, la misericordia es acceso al misterio de Dios. Quien quiera conocerlo debe animarse a
experimentar su amor visceral, debe atreverse a romper ciertos cerrojos,
pre-conceptos y debe ponerse en camino. En la parábola del Padre Misericordioso
(Lc 15), sólo la decisión del regreso permitió al hijo experimentar la
misericordia del padre. Resulta enriquecedor que en nuestra diócesis la Puerta
jubilar ofrezca el itinerario de conversión que recorrió el hijo de la
parábola, ya que ella no es otra cosa que una invitación a viajar al corazón
del Padre: Él nunca se cansa de destrabar
la puerta de su corazón para repetir que nos ama y quiere compartir con
nosotros su vida (MV 25).
En segundo lugar, la Puerta nos permite entrar en el misterio del hermano. La propuesta
de una “única” Puerta en cada diócesis sugiere la idea de que la misericordia
debe ser vivida ante todo como Pueblo
cristiano. No se trata de una experiencia personal, sino de la conciencia
comunitaria de que Dios está presente en medio de nosotros. La Puerta Santa nos
introduce, en definitiva, en la Iglesia, signo de la comunidad viva de los
creyentes, y sólo en este ámbito de comunión podemos experimentar su misericordia:
atravesando la Puerta Santa nos dejaremos
abrazar por la misericordia de Dios y nos comprometeremos a ser misericordiosos
con los demás como el Padre lo es con nosotros (MV 14). La misericordia nos
permite descubrir al hermano como sacramento de Cristo (MV 15).
La misericordia como lectura de la realidad
La misericordia de Dios no es una idea abstracta sino que se
revela en acciones concretas (MV 6). La historia de la salvación está llena de
ejemplos, como lo ilustra el Salmo 135 (MV 7). Esta alabanza agradecida revela una lectura de la realidad bajo el signo de
la misericordia. La misericordia es hermenéutica, interpretación de los acontecimientos
humanos y al mismo tiempo certeza de la Presencia de Dios. A partir de una
lectura misericordiosa de la historia, la realidad rompe su hermetismo
horizontal y se abre a la irrupción de la eternidad en lo cotidiano, y de modo
especial en las dificultades.
Es interesante que el Papa resalte la necesidad de volver a escuchar la Palabra de Dios como presupuesto
para asumir la misericordia como estilo de vida (MV 13). Una Palabra que,
como sabemos, no se limita a las Sagradas Escrituras sino que se manifiesta en
el libro de la creación. La escucha sugiere atención (no es lo mismo que oír),
capacidad de escrutar, de interpretar lo que Dios y la realidad tienen para
decirnos.
El Año Jubilar como “tiempo extraordinario de gracia” (MV 5)
muestra, además, que la misericordia
tiene una dimensión temporal, que su experiencia solo es posible a través
del tiempo. Se ha dicho que “el tiempo es superior al espacio”. El mundo de las
estrategias militares lo muestra con total crudeza[4].
Durante siglos las guerras han privilegiado el espacio por sobre el tiempo:
vencía quien poseía el espacio más amplio. Las guerras modernas (Vietnam, el
fenómeno del terrorismo o de la guerrilla, etc.) han demostrado, sin embargo,
que se puede vencer de otro modo: actuando tácticamente, esperando el momento
oportuno para atacar. En la Iglesia, por mucho tiempo hemos tenido una idea
geográfica de la misión. Ésta debía ser hasta
los confines del mundo (Hch 1,8). Hoy, la nueva vivencia del tiempo y del
espacio nos obliga a pensar la fe con otras categorías.[5]
La misma no implica prioritariamente, en la era global, alcanzar espacios que
aún no han conocido a Cristo – los límites espaciales han sido relativizados –,
sino ayudar al creyente a realizar un camino hacia una plenitud anhelada. La
lógica del proceso triunfa en nuestra cultura por sobre la lógica de los
resultados: Una impostación ligada más
bien a la doctrina, al espacio por ocupar, prestará mayor atención a los
resultados, mientras la lógica de la misericordia se concentra más en los
procesos, en los itinerarios, en el tiempo[6].
La misericordia como nuevo lenguaje
El Año de la misericordia se enmarca en el 50° Aniversario de la conclusión del
Concilio Vaticano II (MV 4). Se trata de un evento significativo en el que
la Iglesia tomaba conciencia de la necesidad de hablar de Dios a los hombres de
un modo nuevo. El Papa Francisco evoca este gran intento pastoral como una
inspiración para nuestro tiempo: la Iglesia debe encontrar un nuevo lenguaje
comprensible al hombre contemporáneo.
La misericordia,
en este sentido, es la categoría por excelencia del magisterio papal. Se trata
de una verdadera “categoría matriz”,
es decir, desde la cual intenta dar forma a la totalidad de la experiencia
cristiana: El magisterio del Papa
Francisco ha retomado algunos temas centrales del Vaticano II, que sin embargo
no tenían una categoría unifícante que les permitiera recorrerlos en su
compleja articulación (…). El Papa Francisco ha logrado utilizar – y decir –
una sola palabra para dar una forma a la compleja articulación de las
cuestiones. La categoría de la “misericordia” puede ser la clave, el nuevo
marco para repensar una forma cristiana radical[7].
De modo particular, el Pontífice asocia esta categoría
unifícante al lenguaje terapéutico.
Él mismo se encarga de citar a los dos Papas conciliares. Juan XXIII proponía usar la medicina de la misericordia y no
empuñar las armas de la severidad[8].
Pablo VI, por su parte, aludía a la parábola del Buen Samaritano como fuente de
la espiritualidad del Concilio, al mismo que tiempo retomaba la imagen
medicinal: El Concilio ha enviado al
mundo contemporáneo en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores[9].
Francisco retoma este estilo en la Bula, aplicándolo a la misericordia: ella es
el remedio que sana las heridas de los hombres (MV 15). No exageramos si
afirmamos que para el Papa la enfermedad es el nuevo vocabulario de la moral. Recordemos
cuando habló, por ejemplo, de los pecados de la Curia Romana sin entrar en
categorías culpabilizantes sino utilizando un lenguaje sanitario: las
enfermedades[10].
De aquí también la idea de la Iglesia como hospital de campaña, como ámbito que
debe aliviar el dolor antes que tratar la enfermedad.
La misericordia como ejercicio
El Papa hace mención de tres
prácticas relacionadas con la misericordia, propicias para ser practicadas
durante el Año Jubilar. Se trata de la peregrinación
(MV 14), las obras de misericordia
(MV 15) y las indulgencias (MV 22).
Cada una de ellas indica, podríamos decir, un camino u orientación de la misericordia…
En primer lugar, la peregrinación
– que como bien sabemos y el mismo Papa recuerda, simboliza el camino de
nuestra vida – muestra al cristiano que la
misericordia es una meta por alcanzar y requiere compromiso y sacrificio
(MV 14). En ella, la misericordia toma la forma de un viaje hacia Dios. Ya hacíamos
alusión a esta idea cuando hablábamos de la Puerta Santa: sólo quien se pone en
movimiento, sólo quien rompe la pasividad y el aislamiento – como el hijo menor
de la parábola – es capaz de experimentar la misericordia. Todos los que hemos
hecho alguna vez la experiencia de peregrinar sabemos del sacrificio y
renuncias que comporta. Pues bien, el abrazo consolador del Padre debe ser
buscado, anhelado, conseguido. Por eso, sólo experimentará la misericordia
quien la desea.
Así como la peregrinación inserta la misericordia en un
camino de elevación – subir la montaña santa, correr hacia los brazos del Padre
que nos espera al final del camino – las
obras de misericordia espirituales y corporales (MV 15) prolongan en sentido horizontal este
rasgo fundamental del cristiano. Se suele remarcar, en consonancia con el
evangelio, que sólo puede ser misericordioso quien ha experimentado en su
propia vida la misericordia (aunque la parábola del servidor despiadado, en Mt
18, nos muestre que no se trata de una ley matemática). En este sentido, no es
menor el hecho de que se califique “de misericordia” este conjunto de obras
consagradas por la Iglesia: sólo puede vivirlas en su verdadero sentido quien
ha hecho una experiencia personal de perdón. De otro modo podrían ser denominadas
simplemente “obras de amor” o de “bondad”, o “actos de altruismo”. Sin embargo,
su naturaleza misma las ubica como respuesta, como devolución a un
acontecimiento previo. Podríamos afirmar, sin exagerar, que si no nos
descubrimos sedientos, hambrientos, desnudos, forasteros o enfermos, que si no
sentimos el deseo de buscar consejo, de aprender, de ser consolados, que si no
aceptamos la corrección o valoramos la paciencia y la oración de quienes nos
rodean, no estaremos en condiciones de practicar las obras de misericordia.
Por último, como en cada Año jubilar, el Papa recuerda la
importancia de las indulgencias (MV
22). Las mismas son definidas por el Código de Derecho Canónico como «la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados,
ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas
condiciones consigue por medio de la Iglesia, la cual, como administradora de
la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones
de Cristo y de los Santos» (c. 992). Las mismas presuponen una distinción que no
siempre tenemos en cuenta: una cosa es la culpa
(perdonada en el sacramento de la reconciliación), y otra la pena, es decir, las consecuencias o
heridas que este pecado ha dejado en quien ha sido afectado por él (ya sea el
mismo pecador u otra persona). Esta herida debe ser sanada – generalmente con
la penitencia –, más allá del perdón. Las indulgencias hacen referencia a esta
pena: libran a quien ha pecado de tener que reparar el daño causado con su pecado.
Por
otro lado, la doctrina de las indulgencias hace referencia al Tesoro de la Iglesia: desde antiguo los
cristianos han creído que el martirio de los santos y, sobre todo, la vida y
Pasión de Cristo, redundan en beneficio de toda la Iglesia. Es decir, en este
camino de reparación o sanación el pecador no está sólo, sino que cuenta con la
ayuda de Cristo y de los santos.
En algunos
momentos de la historia de la Iglesia se ha caído en una concepción
jurídica de la gracia y del perdón: el pecado como delito que debe ser pagado a quien ha
sido perjudicado (Dios y el prójimo). Muchos han criticado el hecho de que las
indulgencias parecían un atajo, o una “compra” del perdón. Y debemos admitir
que esto ha sido siempre un riesgo. Incluso en nuestros días, la mayor parte de
los cristianos, o bien no entienden la lógica de las indulgencias, o bien no la
comparten. El Papa Francisco las propone en su sentido verdadero, que
podemos aprovechar para profundizar y comunicar a los fieles en este Año de la
misericordia. En la base de la doctrina sobre las indulgencias se aprecia una fina percepción de cómo el hombre entra y
sale de una situación de error: el pecado quiebra algo que no puede ser
fácilmente restaurado, más allá de que exista el perdón. Este fenómeno es
comprobable incluso en el ámbito puramente humano, sobre todo en los casos en
los que se traiciona la confianza (infidelidad en las parejas o entre amigos).
Hace falta tiempo y esfuerzo para reconstruir la relación. La posibilidad de
acortar este camino está en manos sólo de quien ha sido ofendido.
El sacramento de la reconciliación como ámbito privilegiado de la misericordia
El Papa destaca, finalmente, el sacramento de la Reconciliación como ámbito privilegiado de misericordia
(MV 17). Se resalta especialmente la actitud misericordiosa de los confesores,
que va más allá de su respuesta concreta frente a la confesión del penitente,
sino que se extiende a actitudes como la acogida, la comprensión, etc.
El sacramento, para ser ámbito de una verdadera experiencia
de la misericordia, no puede limitarse a un diálogo apurado en el confesionario.
En este sentido, creemos que la invitación del Papa es una oportunidad para rescatar la verdadera experiencia
celebrativa de la Reconciliación,
lo cual es posible sólo si se respetan cada una de sus partes:
La contrición: es
la experiencia de la conversión, y no tanto el “dolor por las culpas”, como
muchas veces lo comprendemos (esto último en definitiva, es “narcisismo”
espiritual). Es el momento de la metanoia,
del cambio de mentalidad, en el que tomamos conciencia de que nuestra vida ha
ido por la dirección equivocada, en que hemos “malgastado los bienes que se nos
han confiado” – como sucede al hijo pródigo – y sentimos el deseo de emprender
el camino de regreso.
La confesión: la
misma va mucho más allá de una mera “enumeración” de faltas. Consiste en la necesidad
de “contar”, “narrar” la propia vida, compartirla con el Otro. Para los antiguos
Padres, la verdadera confesión no se limitaba a “admitir” los pecados,
sino que incluía la posibilidad de narrar las maravillas de Dios en la propia historia.
Se trata de aquel he pecado contra
el cielo y contra ti del hijo que vuelve a su casa, y a quien duele
más haber traicionado el amor de su padre que haberse equivocado. Y es que la
experiencia de conversión lleva a descubrir, junto a la propia fragilidad, la
Presencia evidente y constante de Dios en nuestra vida. Por eso la conciencia
de pecado, al menos la verdadera, va siempre de la mano de la conciencia de
Dios.
https://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_letters/documents/papa-francesco_bolla_20150411_misericordiae-vultus.html
La penitencia:
es la concretización del arrepentimiento. No se trata, como tantas veces se
entiende, de un mero acto reparador frente a una ofensa infringida, sino de la
terapia que busca sanar las heridas que el pecado ha dejado en nosotros. La
penitencia debe colaborar en la “liberación” de un espíritu oprimido, debe
hacer experimentar al pecador arrepentido que su corazón no es una piedra, sino
que aún puede ser capaz de amar, que aún tiene algo para dar a los demás.
El perdón:
al menos desde el punto de vista experiencial, va mucho más allá de la
absolución del ministro. No se trata de la “sentencia favorable” de un Juez
bueno sino de la palabra creadora del mismo Dios que es capaz de hacer revivir
los huesos secos. Es el soplo que da vida al barro, el aceite del Buen Samaritano
que cura nuestras heridas. El abrazo del padre que nos espera al final del
camino. Es la certeza de que no estamos solos en este regreso. Es aquel “te
perdono” de un amigo que nos libera del peso de una culpa y nos permite volver
a sonreír y darle la mano mirándolo a los ojos.
[1] Cf. W. Kasper, La misericordia. Clave del evangelio y de la vida cristiana (1. La
misericordia: un tema actual pero olvidado), Sal Terrae, Santander 2012, 11-28.
[2] Kasper, La misericordia…, 12.
[3] J.
Bergoglio, El mensaje de Aparecida
a los presbíteros. Mensaje en el V Encuentro Nacional de Sacerdotes, Villa
Cura Brochero, 11 de septiembre de 2008, 15.
[4] Cf. Michel de Certeau, L’invenzione del quotidiano, Edizioni Lavoro, Roma 2010, 69-75.
[5] Cf. S. Morra, Dio non si stanca. La misericordia come categoria teologica, EDB,
Bologna 2015, 113-120.
[6] Morra, Dio non si stanca..., 118.
[7] Morra, Dio non si stanca, 17-18.
[8] Juan
XXIII, Discurso de apertura del Conc. Vat. II, Gaudet Mater Ecclesia, 11 de octubre de
1962, 2-3.
[10] Francisco,
Discurso en la Presentación de las
Felicitaciones Navideñas a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2014.